Antología de Cuentos Infantiles




“LOS COLIBRIES Y EL QUIRQUINCHO”
Adela Basch

Esa tarde había muchos animales reunidos, todos con el mismo objetivo: iban a escuchar a alguien que contaría un cuento, para que después se lo llevara el viento. Apenas la rana llegó dijo: - hoy voy a contar yo-. Y enseguida empezó a tomar forma este cuento, que, como muchos otros, no se sabe si alguna vez sucedió o fue un invento.
Hubo en la selva cuatro colibríes que andaban todo el día violando entre jazmines, rosas, hortensias y alelíes. Eran muy juguetones y nunca se aburrían, sabían encontrar diversiones a cualquier hora del día. Se llamaban Colibranda, Colibrerto, Colibrilda y Colibreño y eran muy amigos desde muy pequeños.
Casi siempre salían a jugar a la hora de la siesta. Mientras todos descansaban, sus juegos eran como una fiesta. Una vez estaban jugando a volar como helicópteros sobre un estanque, cuando de pronto Colibrilda vió algo raro y dijo: -¿Qué es eso? ¿Un tanque?
-No creo -dijo Colibreño-. A mi me parece que es un barco. Podríamos subirnos para ir a navegar por los charcos. Y tal vez hasta podríamos cruzar el rio y bajar en una isla lejana. ¿No tienen ganas?
-A mi me parece que es un avión –dijo Colibranda-. ¡Podríamos recorrer el mundo en un par de segundos!
-Yo diría que es un camión. ¡Justo lo que necesitamos para salir de excursión!  -dijo Colibrerto después de observar el extraño objeto con los ojos muy abiertos.
-Me parece que no es un barco, porque no tiene timón –se lamentó Colibreño, que quería andar por el rio y saludar a los isleños.
-Y tampoco es un avión –agrego Colibranda mientras se acercaba al objeto extraño que estaba en el suelo-. No tiene hélice ni alas para levantar vuelo.
-Me parece que tampoco es un camión –se resignó Colibrerto, que se había posado sobre el objeto que les llamaba la atención-. Porque no le veo volante ni ruedas. ¡Qué pena! Me hubiera gustado salir a conocer rutas nuevas.
Los cuatro amigos se pusieron a observar esa cosa tan extraña con detenimiento. De pronto se llevaron una gran sorpresa porque vieron que tenía movimiento. “Debe haber alguien adentro”, pensaron los cuatro, y se quedaron como paralizados por un rato. Se les ocurrió que tal vez fuera una nave espacial llegada desde algún planeta o estrella lejana.
Pero enseguida cada colibrí vio que no era así. Lo que asomó fue la cabeza de un habitante de la selva. Pero era un habitante que los colibríes no habían visto antes.
-Hola. –saludo a los cuatro amigos, que lo miraron muy sorprendidos.
-Soy el quirquincho Tincho. Y me gustaría llevarlos a pasear sobre mi caparazón.
Y así los colibríes salieron de viaje. No fue en avión ni en barco ni en camión, pero fue muy emocionante andar en caparazón.



“LOS ZORROS Y EL GIGANTE”
Adela Basch

En la selva los animales se habían reunido, sedientos de escuchar un nuevo cuento. El yaguareté los miró a todos y empezó a hablar de este modo.
Hubo una vez unos zorros que vivían en un lugar muy frío, muy lejos de aquí, bien al sur de esta selva y de este río.
Allí eran muy largos los inviernos, y a veces les parecían eternos. La nieve los obligaba a pasar días y días encerrados en sus cuevas, hasta que decidieron salir a buscar una tierra nueva.
Después de mucho andar, llegaron a un hermoso lugar. Había gran variedad de árboles, plantas y flores, de muy distintos colores.
Todo les resultaba encantador y además hacía un agradable calor. Estaban contentos y empezaron a explorar la selva en busca de alimentos. La zorra Beatriz exclamo feliz:
-Descubrí un árbol con nueces.
-Yo, un río con muchos peces –conto el zorro Omar.
-Yo encontré miel –dijo el zorro Miguel.
-Y yo, mandarinas –agregó la zorra catalina.- Y así todos fueron diciendo lo que habían descubierto.
Estaban muy entusiasmados compartiendo sus hallazgos. Con excepción del zorro Tomás, que había descubierto un árbol muy alto y trataba de treparlo a los saltos. Había comenzado a subir por el tronco, aferrándose a la corteza, cuando sintió que algo duro le cayó sobre la cabeza.
Miro hacia todos lados, confundido y enojado. Pensó que le habían arrojado una piedra, pero a su alrededor solo vio hojas y hierba. Siguió subiendo un poco mas, pero… ¡sorpresa! Otra vez algo le cayó sobre la cabeza. Y enseguida, de nuevo, ¡zas!, algo volvió a caer arriba de Tomás. “Acá hay alguien que me ataca” pensó. “Va a ser mejor que hable con los demás”.
Tomás llegó corriendo adonde estaban sus amigos.
-Vengan todos y escuchen lo que les digo –gritó-. No me parece conveniente que nos quedemos en este lugar. -¿Por qué? –pregunto la zorra Hortensia, con un poco de impaciencia. –Este lugar es una belleza…
-Sí, es una belleza, pero alguien me estuvo arrojando piedras a la cabeza -respondió Tomás-. Y tiene que ser algún gigante, porque me las tiro cuando yo estaba trepando a un árbol muy grande.
Tal vez nos quiera echar –dijo el zorro Omar.
-¡Qué pena, esta selva es divina! –dijo la zorra Catalina. 
-Yo no quiero vivir amenazado por un gigante cruel –suspiró el zorro Miguel-. Pero tampoco me quiero ir.
-Somos muchos. ¡No podemos dejar que el miedo nos lleve de la nariz! – exclamo la zorra Beatriz.
-Vayamos al árbol para investigar –propuso el zorro Omar-. Al acercarse vieron que tenía unas hojas enormes que parecían tocar el cielo. De pronto, ¡zas!, algo cayó al suelo. Algo redondo y marrón que la zorra Catalina festejo con una exclamación: -Si yo no me equivoco, esto no es una piedra, sino un coco.
Los zorros se quedaron a vivir en ese lugar hermoso. ¡Y los cocos les resultaron deliciosos!



“LOS CINCO LEONES”
Ricardo Mariño

Era un libro de cuentos llamado “Los cinco leones”, pero en sus historias no pasaba nada: los personajes no hacían otra cosa que dormir. El dueño, un chico, estaba enojado: donde miraba, encontraba leones durmiendo.
En una página, un león dormía bajo un árbol. En otra, un león dormía sobre una rama. En otra, un león dormía en medio de la pradera. ¡El libro más aburrido del mundo!
“Algo extraño ocurre en este libro”, pensaba el chico. Hasta que una tarde mientras tomaba la leche, observo algo increíble: los cinco leones ¡salían cautelosamente del libro!
Escondido debajo de la mesa, el chico vio que los leones caminaban frente a la biblioteca y se detenían frente a un libro que se llamaba “La guerra de los piratas”.
Tres horas después, los cinco leones regresaron al libro “Los cinco leones”, pero completamente cansados. ¡Habían pasado por cientos de peligros! De inmediato, se echaron a dormir.
Al día siguiente el chico volvió a espiar a los leones y vió que esta vez se metían en “El castillo del terror”. Horas después regresaron y se echaron a dormir, pero todos en la misma página porque estaban muertos de miedo.
Entonces el chico entendió algo: los leones salían cuando el libro quedaba abierto. Así que esa noche lo cerró, y volvió a abrirlo recién a la tarde siguiente: esta vez los leones no estaban cansados y pudo verlos en acción. ¡Eran muy buenas historias!
Aquel libro se convirtió en el favorito del chico. Y cuando tenia ganas de leer otro buen libro, simplemente dejaba abierto “Los cinco leones” y esperaba que los animales lo guiaran ¡esos leones conocían las mejores historias!


“MIEDO”
Graciela cabal

Había una vez un chico que tenia miedo.
Miedo a la oscuridad, porque en la oscuridad crecen los monstruos.
Miedo a los ruidos fuertes, porque los ruidos fuertes te hacen agujeros en las orejas.
Miedo a las personas altas, porque te aprietan para darte besos.
Miedo a las personas bajitas, porque te empujan para arrancarte los juguetes.
Mucho miedo tenía ese chico.
Entonces la mamá lo llevo al doctor.
Y el doctor le recetó al chico un jarabe para no tener miedo. (Amargo era el jarabe.)
Pero al papá le pareció que mejor que el jarabe era un buen reto:
-¡Basta de andar teniendo miedo, vos! –le dijo-. ¡Yo nunca tuve miedo cuando era chico!
Pero al tío le pareció que mejor que el jarabe y el reto era una linda burla:
-¡La nena tiene miedo, la nena tiene miedo!
El chico seguía teniendo miedo. Miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a las personas altas, a las personas bajitas.
Y también a los jarabes amargos, a los retos y a las burlas.
Mucho miedo seguía teniendo ese chico.
Un día el chico fue a la plaza. Con miedo fue, para darle el gusto a la mamá.
Llena de personas bajitas estaba la plaza.
Y de personas altas.
El chico se sentó en un banco, al lado de la mama.
Y fue ahí que vio a una persona bajita pero un poco alta que le estaba pegando a un perro con una rama.
Blanco y negro era el perro. Con machitas.
Muy flaco y muy sucio estaba el perro.
Y al chico le agarro una cosa acá, en el medio del ombligo.
Y entonces se levanto del banco y se fue al lado del perro. Y se quedo parado, sin saber que hacer. Muerto de miedo se quedo.
La persona alta pero un poco bajita lo miro al chico. Y después dijo algo y se fue. Y el chico se volvió al banco.
Y el perro lo siguió al chico. Y se sentó al lado.
-No es de nadie -dijo el chico-. ¿Lo llevamos?
-No- dijo la mamá.
-Si- dijo el chico-. Lo llevamos.
En la casa la mamá lo baño al perro.
Pero el perro tenía hambre. El chico le dio leche y un poco de polenta del mediodía.
Pero el perro seguía teniendo hambre. Mucha hambre tenía ese perro.
Entonces el perro fue y se comió todos los monstruos que estaban en la oscuridad, y todos los ruidos fuertes que hacen agujeros en las orejas. Y como todavía tenia hambre también se comió el jarabe amargo del doctor, los retos del papa, las burlas del tío, los besos de las personas altas y los empujones de las personas bajitas.
Con la panza bien rellena, el perro se fue a dormir.
Debajo de la cama del chico se fue a dormir, por si quedaba algún monstruo.
Ahora el chico que tenia miedo no tiene más miedo
Tiene un perro. 


“CANUTO EL TUCÁN”
María Elena Walsh

Canuto el Tucán vivía en un lujoso hotel de turismo con piscinas, cancha de tenis, robots heladeros y helicópteros que rugían todo el santo día. ¡Y a él que le importaba todo eso! Lo habían metido en un jaulón de cristal, para que los turistas lo fotografiaran. Canuto extrañaba su nido en la selva, y su única alegría fue ver pasar una vez a Gaby, la campeona de tenis, que le tiró un besito.
Una tarde dormitaba en su árbol artificial cuando de pronto… ¡zimmmmm, crac! La puerta de cristal se abrió como por arte de magia. Pero no fue magia sino una fruta redonda tan hábilmente lanzada que rompió la cerradura.
Canuto era muy goloso y antes de escapar alzó la fruta en el pico. Es imposible volar con el pico abierto, de modo que bajó a la orilla del río Lapizul a esperar el colectivo.
Mientras esperaba observó la fruta: era amarillo-verdosa, pelusienta y dura. “Está reverde  –pensó Canuto- pero sin duda es mágica porque me abrió la puerta.”
El colectivo era un yacaré voluntarioso que transportaba en su lomo a los bichos cansados de andar o volar. Canuto escondió la fruta bajo el ala, navegó un rato y bajó en la parada SELVA.
Se encaminó a su nido, pateando el raro fruto. Por la senda ¡qué casualidad! venía en bicicleta Gaby, la campeona, paseando con su novio Flacus, las raquetas a la espalda.
Canuto la miró embobado y Gaby le dijo a Flacus:
-¡Es él!
-¡Apuntaste bien! –comentó Flacus.
-Te devolví la libertad –le dijo Gaby a Canuto-; ahora devuélveme la pelota.
“¡Como me atontó la prisión! –pensó el tucán-, confundí una pelota con una fruta.”
Voló hasta el manubrio con la bola en el pico y se la devolvió a su dueña. Después viajo en el manubrio hasta su árbol, de donde toda su familia bajó a recibirlo con gran escandalete.
Al día siguiente dijeron los diarios:
SAQUE MAESTRO DE GABY LIBERÓ A UN TUCÁN.
-Para pedirle al mundo que nadie más vuelva a cazarlos –aclaraba Flacus.
Pero el mundo creyó que se habían vuelto loquitos.
Le mandaron a Canuto una cesta de frutas madurísimas y una parva de invitaciones para ver el campeonato desde una palmera alta, alta, alta. 


“EL GAUCHO VERDE”
María Elena Walsh

Gaucho lindo el Nicolás García, chueco y alto, el pelo color de kinoto. En vez de facón, colgada del cinto lleva una brocha; un pincel sobre la oreja, a la espalda el sombrero alón. Este mozo es pintor y también guardián de la Naturaleza.
¡Qué no le toquen la fauna silvestre porque él pela la brocha y lo deja overo al que se atreva! Ha inventado unas pinturas atóxicas que alegran el corazón y no contaminan. Aquí viene, levantando polvareada con el sulky cargado de retoños de árboles, y baldes y pomos. Donde ve un potrero, él planta un arbolito. Donde ve una pared abandonada, la pinta de todos colores. Suele andar por el campo con su caballete y su paleta, y ha retratado a las vacas más elegantes del pago.
El pueblo donde vive está recostado contra el monte de eucaliptos, no lejos del río Lapizul, de agua poca pero purísima. Cuando llega Nicolás, lo recibe su novia la Romina, de a ratos la tejedora, de a ratos tecladista de la banda local, el grupo “Garbanzo”. La china le da un beso medio tristón y él pregunta que le anda pasando.
-Nos van a robar el pueblo –lloriquea la muchacha-, piensan talar el monte y llevarse el agua.
-¿Y para qué? –pregunta don García.
-Para construir una pista de helicópteros y además alzarse con el río y embotellarlo enterito.
-Eso lo veremos –dice el mozo, encasquetándose el sombrero.
El pueblo se reúne en la escuela, todos deliberan y después se ponen a trabajar para defenderse de los matreros. Juntan carteles y diarios, colchones destripados, cortinas viejas y cueros secos, más las pinturas y las anilinas de la Romina. Se meten en el monte y disfrazan los árboles de fantasmas o monstruos dientudos, lo pueblan de tigres y tapires rellenos de estopa, cuelgan yararás de las ramas y hasta inventan un horrible dinosaurio de cartón.
Los chicos del grupo “Garbanzo” preparan el audio: rugidos, aullidos, bramidos, graznidos y hasta truenos que ponen los pelos de punta. Y lo más espantoso de todo: tiñen de colorado las aguas del río: ¡las piedras, las garzas, los patos parecen de jamón!
El espectáculo era impresionante. ¡Y faltaba el efecto de tormenta que darían los reflectores! Antes del alba, como ladrones, entraron los depredadores, dispuestos a arrasar con sus topadoras y sus sierras, y a llevarse el río en cisternas. 
Nicolás dio la voz de ¡Ahura! Y ahí nomás se encendieron los equipos, produciendo un efecto espeluznante. Los invasores, aterrados en medio del monte, quisieron refrescarse en el río, pero al ver las aguas coloradas y su vapor de neblina gritaron: -¡Socorro, eso es sopa de remolacha caliente! –Y temiendo una brujería se treparon a sus camiones para nunca más volver. 
La gente del pueblo dejó el monte disfrazado durante unos días, por diversión y para tomarle fotos, y pronto el río Lapizul volvió a lucir su color plateado. El domingo hubo fiesta, y si no me equivoco, hoy jueves la fiesta sigue, y sigue el baile y el asado, pero este cuento ha terminado.
Salvo que algún lector atento lo quiera terminar con casamiento. 


“CIEN METROS DE GATOS”
María Granata

Un día se formó una larga fila de gatos.
Un chico que los vió calculo enseguida:
-Cien metros de gatos.
Cuando la fila se puso en marcha, en las calles por donde iban los automóviles y las bicicletas, se tenían que detener como ante una barrera baja.
-Si les ladrara un perro cada gato se escaparía al lugar de donde salió -dijo un señor que tenia un perro con orejas tan grandes que parecía tres perros en vez de uno.
Y lo fue a buscar. Y antes de llevarlo hasta la fila de gatos negros, blancos, grises, amarrillos, manchados, rayados y lisos, les recomendó que los ladrara sin pelear.
Y cuando estuvo ante esos cien metros vivos con casi mil patas, el perro, divertido, se puso al final de la fila.
-Si consiguiéramos unos ratones los gatos los perseguirían y de la fila no quedaría nada
–dijo el panadero.
No se sabe de donde se trajeron unos cuantos ratoncitos pero los gatos siguieron caminando sin darles importancia.
Entonces los ratoncitos, con ganas de jugar, se pusieron en la fila de atrás del perro. Las mariposas de los jardines hicieron lo mismo, y los pájaros de los arboles.
Y al fin todos los chicos y la demás gente de la cuidad. Ayer los gatos pasaron por mi casa, me invitaron a dar una vuelta y me puse en la fila arriba del perro. 



“UN CHAPARRÓN DE TINTA”
María Granata

Todas las palomas de la plaza se pusieron de acuerdo para aprender a escribir. Y se instalaron en una nubecita para que nadie las molestase. Con sus  picos llevaron los papeles más blancos que encontraron y gran cantidad de tinteros y lapiceras.
Una paloma maestra le enseño las letras, y cuando pudieron escribir: ala, pico y pluma, se pusieron a saltar de alegría. Tantos saltos dieron que la tinta de todos los tinteros se derramo.
Y de la nubecita cayo un chaparrón azul oscuro, casi negro, de tinta y no de agua.
-¡Oh! ¡Llueve tinta!- exclamó la gente que caminaba por allí.
Y todos se volvieron de un color oscuro que los cubría de la cabeza a los pies. Y lo mismo sucedió con los animalitos que habían salido a pasear.
Las casas y las calles que se habían vuelto de ese color se sacudían con fuerza para que la tinta se les desprendiese.
-¡Un terremoto! ¡Un terremoto! -gritaban algunos.
Menos mal que una nube grande paso junto a la nubecita donde estaban las palomas.
Al enterarse de lo ocurrido, descargo sobre el lugar una gran lluvia y lavo todo. Cayó tanta, tanta agua que no quedó una mancha de tinta en ningún lado, ni en las narices ni en los hocicos.
Y para las palomas que querían aprender a escribir se pusieron en la plaza montañas de lápices.


“UN ABRIGO PARA EL SOL”
Silvia Schujer

Hacia frio. ¡Brrr! ¡Frrrriísimo! Réquete frío.
Adentro de las casa había que prender estufas, hornallas, calefones, velas. ¡Fogatas! con tal de calentar un poco el lugar.
La leche, tomarla de un trago, porque si quedaba un rato sobre la mesa, se convertía en helado. (Y la taza en cucurucho).
La comida se enfriaba en el tiempo que tarda un tenedor en ir desde el plato hasta la boca.
La gente se ponía encima cuanta ropa encontraba en su ropero. Y para dormir, con piyama, tapado, gorros y guantes, se metían debajo de colchón cubierto de frazadas.
Bañarse (¡Brrr!), era parecido a ir a la guerra. A todo el que se bañaba en aquellos días, sin protestar, se lo consideraba héroe nacional.
Fuera de las casas todavía era peor. Para hacer las compras, había que ponerse bufandas hasta en las uñas. Al caminar, los pies se endurecían como témpanos. Y al hablar, las palabras se hacían copos de nieves.
Pero… ¡qué digo! Si hubo que vestir hasta los monumentos que de tanto tiritar, corrían peligro de derrumbarse.
Los árboles, pelados por el otoño, se agarraron todos una gripe. Y fue ésa, la gripe de los árboles, la que provocó el desastre mayor. Lo que en la historia se recuerda como “La famosa invasión de los Estornudos”.
Si, la invasión de los Estornudos, el ataque de un poderoso ejército de “Atchís” que ocupó la ciudad apoderándose de todo y de todos.
-“Holachís” –decía uno.
-Cómo te vachís –respondía otro.
Salió la modachís, la musicachís, las remerachís…
En resumen, que entre el frío y el “achís” ya no se podía respirar.
Doña Juanita Juanura, una vieja tejedorade la ciudad, creyó que con su lana y sus agujas ya nada podía hacer por su gente. Y envió una carta al Sol. A su amigo Sol que entonces descansaba tranquilo tras una nube.
-¡Socorro amigo! –decía la carta- ¡Nos vamos a morir todos de frío!...
El buen Sol leyó el mensaje. Sin pensarlo, arrancó sus rayos y empezó a ovillarlos como lana. Hizo una montaña de madejas que, en un arcoíris, mandó a la ciudad.
Al recibirlas, Juanita la tejedora se puso a tejer abrigos de rayos de sol. Así es que en poco tiempo la ciudad volvió a su ritmo normal a pesar del crudo invierno. Porque ¿quién puede sentir frío con un pulóver de sol? O con guantes de sus rayitos. Nadie. Salvo el pobre Sol que, al quedar desnudo, se enfermó gravemente.
Fueron las plantas las primeras en darse cuenta que no asomaba hacía largo tiempo. Y salieron a buscarlo.
Lo encontraron pálido y afiebrado en un rincón de niebla. Lo acostaron en una cama de flores que ellas mismas hicieron. Lo abrigaron y alimentaron hasta que sus rayos volvieron a crecer. Fuertes y calientes.
Una vez curado, el buen Sol, agradecido volvió al cielo. Y al día siguiente, para alegría de todos, empezó la primavera. 


“BUMBLE Y LOS MARINEROS DE PAPEL”
Laura Devetach

Los tres marineros de papel saltaron del barquito blanco porque estaban cansados de estar quietos. Ataron a Bumble con un hilo y lo llevaron con ellos. Total, ¡era tan livianito! El barquito blanco saltaba muy contento entre las piedras y el pasto, porque los tres marineros iban a averiguar que cosa era el mar.
Llegaron hasta donde estaba el gato negro, bien dormidito debajo del parral. “sniff, sniff”, los marineros olieron el aire. No se explicaban como el aroma de esas uvas, redondas como racimos de soles, no lo despertaban.
-¡Señor gato! ¡Señor gato! –dijeron tocando al michi con esos deditos que a veces usan los chicos para meter en la nariz.
-¿Miaaaauuuuu? Mn…mn…mn…ñac-ñac, ñac-ñac, -dijo el gato, y se estiró como si fuera una lombriz- ¿qué? –preguntó-, ¿ya está mi lechita lista?
-Señor gato ¿qué es el mar? –dijeron los marineritos.
-Buaaaa, -bostezó el michi tapándose la boca con la patita-, es una cosa muy grande, toda llena de agua… ¡Brrr! ¡Brrr! A mi no me gusta el mar.
Y siguió durmiendo mientras las abejas ronroneaban patinando sobre las uvas. Todo el parral era un arrorró muy suave y los marineritos se fueron en puntas de pie para no despertar al gato; haciendo “chit-chit”, con el dedito que los chicos meten en la nariz.
-Si el mar es de agua podremos navegar –comentaron regocijados, y Bumble saltaba como un grillito blanco de papel por entre las piedras.
-El mar debe ser como una gran fuente de sopa, -dijeron los marineros.
El perro los atendió mejor. Con voz gruesa les dijo que el mar tenía olor a sal y hacía ruido como cuando el viento se mete por un agujero. Era todo lo que sabía.
-¡Guau, guau! –recomendó muy amable-, cuidado, dicen también que es muy hondo, mucho más hondo que un balde.
-El mar debe ser como una torre de agua llena de campanas –dijeron los marineros.
La vaca poco y nada pudo decirles. Masticando su bocado de pasto comentó que la única agua que conocía era la que sorbía lentamente en su tina de madera.
-Si –dijo pensativa-, si hay tanta agua como ustedes dicen, debe ser muy pero muy mojado. Cuídense marineritos, -y siguió masticando con el ceño fruncido y los ojos lejanos.
-El mar debe ser como una gran lluvia –dijeron ellos.
Descansaron un rato dentro de un hormiguero. Las hormiguitas rojas les contaron que alrededor del mar había arena amarillita, caracoles hermosos para hacerse una casa, conchas muy blancas y lisas.
-El mar debe ser como un jardín con muchos juguetes, -dijeron los marineritos.
El cerdo los atendió de mal humor.
-Grunc, grunc. El mar es una cochinada, no tiene barro, no tiene olorcito a chiquero, bah, una porquería. ¡Grunc, grunc! ¡Nada mejor que un chiquero!
Y se metió con gusto en su barro negro y oloroso.
-El mar debe ser un balde de agua con jabón –dijeron.
Los marineritos estaban cansados. Visitaron al caballo, al conejo, a la paloma, y todos les decían cosas del mar; malas y buenas. ¿Cómo sería en definitiva esa gran cosa mojada, honda, con caracoles y que hacía ruido?
Cuando la tortuga les dijo que los llevaría al mar, palmotearon y cantaron como pajaritos. Ataron a Bumble a la colita de la tortuga y ellos se acomodaron sobre su caparazón.
Lentamente, con muchas soles repetidos sobre las cabecitas, llegaron un día a una playa dorada como el pan. ¡Qué emoción! Bumble saltaba sobre la arena. Los tres marineros besaron a la tortuga en la trompita y se lanzaron a navegar. Bumble se deslizó alegremente como un patito y se perdió en la lejanía.
Desde la orilla, siempre se ve en el horizonte un barco muy pequeño que nos hace pensar “¡qué lejos va!” Pero no es así. No es chiquito porque esté lejos, sino porque es el pequeño Bumble que con sus tres marineritos de papel abre el agua con su pancita blanca, muy pero muy cerca de la orilla.